Una comezón de no pertenencia que hostiga al cuerpo, lo vulnera, lo invade y lo hace incómodo. Once pm, doce pm, una am, dos am y así... Tres largas horas, con la mirada fija a la imaginada rosácea piel interna de los párpados. Ciento ochenta minutos con un zumbido que se tamiza a través del tímpano, supera al martillo, yunque y estribo, agazapándose por los pelillos de la cóclea y germinando en un cúmulo de ideas que se dispersan fugitivas entre los axiomas cerebrales de la inconsciencia.
Diez mil ochocientos segundos en los que brazos, piernas y dedos se colapsan, tiemblan sigilosamente para no despertar a la persona que guarda mi corazón recostada pocos sueños más adelante.
Como poder descolocar los miembros del mecanismo. Rotar los huesos y eyectar un brazo o una pierna, aquello que nos molesta. Sacarlo y comprimirlo dentro del velador. Guardarlo en el armario, sujetarlo con el arnés, artilugio con el que vino de fábrica y liberar al tronco escualo de lo que no encaja.
Diez mil ochocientos segundos en los que brazos, piernas y dedos se colapsan, tiemblan sigilosamente para no despertar a la persona que guarda mi corazón recostada pocos sueños más adelante.
Como poder descolocar los miembros del mecanismo. Rotar los huesos y eyectar un brazo o una pierna, aquello que nos molesta. Sacarlo y comprimirlo dentro del velador. Guardarlo en el armario, sujetarlo con el arnés, artilugio con el que vino de fábrica y liberar al tronco escualo de lo que no encaja.
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