En el firmamento, la luna se fue menguando, ella sola; sin si quiera ayuda de una estrella, como si de una triste novia se tratase.
En la tierra, tres amantes. Todos paranoicos.
Cada uno queriendo vencer al otro, cada uno queriendo poseer al otro. Y en su delirio, despojáronse de sus pieles, poco a poco despellejados se veían revolcándose de dolor por entre las rocas, mientras la noche sigilosa amenazaba con quedarse, tan llena de oscuridad como solo ella puede.
Cuantos gritos se dejaron escuchar, cuanto llantos penetrantes, que calaban hondo en las almas de los niños que tras las puertas de sus casa, de puntillas y encorvados rogaban porque los horrendos lamentos acabasen.
Y al final, cuando un trémulo amanecer fraguaba entre la niebla, los amantes volvieron de su desvarío, sangrantes, heridos, desollados; sin creer en lo que sus ojos les mostraban.
No se sabe aún, si fue más fuerte el sentimiento de dolor o el de vergüenza que por todo su cuerpo recorría, pero sin hablarse entre sí, tomaron del suelo sus pellejos y sus ropas y caminaron taciturnos sin ninguna dirección.
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