A veces la imaginación nos encripta, transportándonos por caminos paradójicamente inimaginables, soñamos sueños que no son sueños, bebemos sorbos de un vacío infinito y nos contentamos con falsas ilusiones, o a su vez, despreciamos sin saberlo, oportunidades enquistadas a la vuelta de la esquina.
Cada día, en esas espesas madrugadas, aprendemos a olvidar, cómo quien se quita la corteza de una mala borrachera; mientras que en los ocasos, cuando ya se va tiznando el cielo, nos acostumbramos a rearmar los recuerdos y ahí, justamente ahí, nos quedamos estancados, embobados, aprisionados, esperando el toque de queda que rompa el embrujo.
Qué caprichosa sensación es aquella de pensar en algo, de saber algo, de creer en algo, de hacer algo, de sentir algo y de pronto... es otro algo, no es lo que nos imaginamos, ni lo que conocemos, ni en lo que creemos, ni es lo que hacemos, ni mucho menos lo que sentimos, básicamente es en potencia todo lo contrario a lo esperado.
Y entonces se percibe una especie de angustioso malestar en todo el cuerpo, desde la carótida hasta la callosidad del talón de aquiles, una comezón en nariz, ojos y alma, que entorpece las actividades cotidianas. No preciso cuando pasa y desconozco cómo llega, solo viene, se aloja por debajo de la epidermis y nos habita, se irriga entre músculos, huesos y tendones y nos asfixia.
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