Todo se derrumba ante mis petrificadas pupilas huecas.
Es muy común que a cada etapa de la vida uno le envista de cierta expectativa, uno arma ilusiones, uno dibuja mágicas sensaciones; y en un futuro próximo, uno mira hacia atrás descubriendo que en ocasiones lo que pensamos se desarrollaría de una u otra forma, llega a ser extraordinariamente mejor.
Pero hay también esos instantes, que uno los marca y los visualiza cómo exquisitos, excepcionales, asombrosos y al final, en el paso hacia los días siguientes, uno se da cuenta que todo se desmorona, se desintegra, se escapa hacia un vacío. Es en ese preciso momento cuando el dolor llega impresionante, cómo cuando uno mira al sol directamente, como cuando uno se sumerge en lo más profundo de su ser y encuentra la nada.
Expectativas... Quién las ideó. Quién insertó ese sentimiento en nuestros cuerpos. Quién maldita sea creyó que esta sensación de imaginar algo más grande de lo que parece ser nos iba a hacer felices.
En penumbras, (a manera de cliché) bebo un trago, me reclino ligeramente hacia el frente y espero que unas cuantas lágrimas se escapen y rueden ligeras por mis mejillas, logrando de esta manera minimizar el peso que siento en el centro izquierdo de mi pecho. Pero pasados unos segundos las lágrimas se niegan a salir, están ahí, sé que están porque son las culpables de ese quiebre que uno siente en la garganta; y de pronto me doy cuenta. Lo he vuelto a hacer... Una vez más en esa escasa luz, me ideé nuevas y falsas expectativas; creí sentirme mejor si lloraba, pero el infame llanto ni siquiera llegó, negándome la posibilidad de saber si sentiría o no alivio.
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